La corrida que pagó el monumento a Manolete

De gustos no hay nada escrito, de modo que, aunque a mí no me gusta, ya nos conocemos y nos llevamos bien. Hace mucho tiempo que leí mi descripción favorita del monumento a Manolete de la plaza del Conde de Priego (Santa Marina, vaya), y ahora no lograba volver a encontrarla. Lo asociaba vagamente con el estilo Harazem, y por ahí me ha venido la respuesta. Fue Carlos Castilla del Pino, en su artículo Apresúrese a ver Córdoba, el que lo describió de esta manera:

La destrucción comenzó emplazando allí el monumento a Manolete, horrendo pisapapeles de tamaño descomunal, que tiene el honor de figurar en la antología del mal gusto mundial” [y aporta cita].

Pero el pisapapeles kitsch al que nos hemos acostumbrado no salió gratis. La pasta para la obra, que sería luego encargada a Manuel Álvarez Laviada (800.000 pesetas de la época), se quiso reunir por suscripción pública pero el pueblo no estuvo por la labor. Al final provino, como cuenta la Cordobapedia, de una corrida de toros con matadores españoles y mexicanos celebrada el 21 de octubre de 1951, domingo para más señas, y cuyo folleto llegó a mis manos hace unas semanas, como me llegan últimamente algunas verdaderas maravillas del siglo pasado.

Aquí lo dejo, adornado de topicazos cordobeses y con publicidad y todo (sombrerería Rusi incluida). Diez toros, diez, uno de cada ganadería, con un estadillo para permitir al público explayarse en su crítica taurina. Por mi falta de cultura del tema o mi castellanidad de sangre, sólo conozco a dos toreros de la lista, Lagartijo y Calerito. A éste último, por la calle de la academia “Número e”, lo reconozco.

Foto del monumento tomada de Cordobapedia. 

El cacique que se metió a político

Érase una vez una ciudad de provincias venida a menos, hasta quedar olvidada por el resto del país y encerrada en sí misma. Éranse una vez Córdoba y sus mentideros, sus gentes, sus tabernas y sus personajes. Personajes como la figura del cacique local, el hombre al que la ciudad, huérfana en buena medida de otros referentes, rendía pleitesía y daba culto, obedeciendo a unas normas no escritas que la sociedad se había ido encargando de definir.

El cacique parecía amable y benevolente. Como se podía leer en la prensa, quién sabe hasta qué punto conchabada, abría las puertas de su casa a los que necesitaban de su ayuda. En su despacho, en un jardín o en un aparte durante el café en alguna terraza, escuchaba las penurias de sus conciudadanos y, mientras acariciaba su blanca pelambrera, movía los hilos que fueran necesarios para prestarles la asistencia que necesitaran. Una pequeña cantidad de dinero, quizás, un papelito, una carta de recomendación, un poco de agilidad para según qué trámites.

Todos sabían dónde podían conseguirse esos favores, todos sabían cómo y dónde se movían aquellos hilos, aquella burocracia paralela. No eran los mejores tiempos para la democracia en el país en general, pero tal perversión del principio de que el poder emanaba del pueblo a través de las instituciones libremente elegidas provocaba sarpullidos, tanto en los que, por convicción, no comulgaban con ese sistema, como en los curritos que, por razones evidentes de número, no llegaban a recibir los favores del cacique. El poder no venía del pueblo, venía de la pasta. En última instancia, fuera bueno o malo, bienintencionado o paternalista, lo que le daba la influencia a aquel hombre era su posición económica.

Al menos, hasta que se metió en la política. La política abría muchas más puertas, permitía tejer una red mucho más amplia con nuevos mecanismos de influencia. Además, permitía entrar en un círculo vicioso en el que los favores pasados atraían los votos futuros, y ser un cargo electo facilitaba los nuevos chanchullos. Y en todo ese juego, se diluía no sólo la democracia, sino la propia dignidad de la sociedad, que renunciaba a defender como suyo el derecho a un trabajo o a una vida próspera, a cambio de recibir las migajas de un sistema clientelar. Es así como se llegaba a poner el carisma por encima de la eficacia, el amiguismo por encima del compromiso y, al final, la trampa por encima de la ley.

Los vicios de la Restauración tuvieron en el caciquismo una de sus más nefastas representaciones en Andalucía. Aun sin muchos datos para decir si fueron, cada uno de ellos, malas o buenas personas, podemos saber que contribuyeron a la corrupción del sistema y, a la postre, a su desaparición en brazos del autoritarismo. El otro día, en los jardines de “Los Patos”, pensaba, por ejemplo, en que la “blanca pelambrera” de la barba de Antonio Barroso y Castillo, que llegó a ocupar diversos cargos como ministro en Madrid, fue esculpida en un vistoso monumento esos mismos jardines a la muerte del político en 1916, para que así pudiera durar su memoria doscientos cincuenta o trescientos años. No duró ni uno: lo que tardó una manifestación obrera en hacer añicos aquellas figuras. Tal vez aquellas gentes se pensaban que era el principio del fin de esa lacra regional. Quién les iba a decir que, un siglo después, los cordobeses querrían volver a ser lo que fueron.

Sic transit