Uno siempre se alegra de que en su ciudad haya eventos históricos. Uno siempre quiere ver que su ciudad se mueve, que la gente disfruta, que se echa a la calle, uno siempre se alegra de salir y encontrarse casualmente con amigos, con conocidos, con los que improvisar una charla.
En Córdoba salimos casi por obligación cuando hay algo importante, ya nos pueden anunciar una Noche Blanca del Flamenco, una Shopping Night o un Vía Crucis. Ayer era un día de esos, un día que, por único, todos quisimos vivir en primera persona, no había un rincón del centro de Córdoba por el pasear sin encontrarte con algún conocido, con algún amigo al que preguntar “¿cómo está la cosa por allí?” y la respuesta, desde primeras horas de la tarde era la misma: “no vayas que no se puede pasar”.
Uno siempre se alegra de que haya cosas en su ciudad, y uno quiere disfrutarlas, y ahí es donde empiezan los problemas. Uno siente la ciudad como suya, uno se siente parte de su ciudad hasta que comprueba que le están tomando el pelo.
Ayer la Ribera estaba cortada, el Puente Romano estaba cortado y la calle Amador de los Ríos estaba cortada. A uno le gusta pasear por el entorno de la Judería a diario, y quería disfrutar ayer de ese entorno con un aliciente especial, a uno le gusta ver cómo su ciudad se viste de gala. Pero no, la ciudad se vistió de gala para quienes pagaban el peaje de la Ribera, el Puente Romano y la calle Amador de los Ríos. De pronto, las calles de la ciudad en la que pagamos impuestos son privadas. Uno intenta acceder por Amador de los Ríos y le piden entrada, levanta la vista y se topa con el edificio del Obispado, uno baja a La Ribera y ante la misma negativa de acceso mira al cielo y vuelve a ver el edificio del Obispado, uno se da un paseo para calmar los nervios hasta el puente de San Rafael, cruza el Campo de la Verdad, pasa junto a la Calahorra y al llegar a la puerta del puente se encuentra a un señor con pinganillo pidiéndole de nuevo el peaje, y uno, una vez más levanta la vista y ahí está, el edificio del obispado.
Ayer parecía que los aledaños del Obispado eran propiedad del obispado. Todo el entorno era como una urbanización privada en la que había un cartel en forma de hombres con pinganillos en el que ponía “Prohibido el paso a toda persona ajena” y como todo cartel en condiciones, también tenía su letra pequeña “Con dinero todo se consigue”. Hay quien compra un sitio en el cielo, hay quien compra una silla en carrera oficial y sí, ayer había quien se dedicó a vender el acceso a una calle pública. Y uno se va a casa sin ver un solo paso, y pensando en el negocio, en ponerse en la esquina de su calle con una valla y un pinganillo y cobrar peaje a quien quiera pasar.
Y es que uno se alegra de que haya cosas en Córdoba, de verdad, hasta que la fe de algunos le quita el derecho de pasear por las calles de la ciudad en la que paga religiosamente sus impuestos.